En la habitación 215 de
aquel hospital estaba Pepe García. A sus ochenta y cincos años, la vida le
citaba por última vez; cáncer terminal. No se tomó la noticia con sobresaltos,
temeroso de Dios, sabía que a todos nos llega nuestra hora.
Era él hombre sencillo,
hombre de los de antaño. En el colegio estudió lo básico para su trabajo en la
fábrica. Hijo de campesinos, recordaba con nostalgia el pueblo de su niñez. Por
muy fuerte que se creyese, su corazón se apagaba día a día. Como hombre a las
puertas de la muerte, solo le quedaba su historia, esa que nos acompaña a cada
uno de principio a final, y nos hace ser lo que somos.
Una historia que empezaba en
un pueblecito perdido donde nació y se crió. Recordaba que pese al hambre de la
posguerra, su infancia tuvo momentos buenos: los juegos por el monte, bañarse
en el río los calurosos días de verano, el amor de su madre... También
recordaba cómo le pegaba su padre cuando hacía una travesura, y cómo le pegaba
a su madre cuando discutían. La primera vez debió ser cuando él era muy chico,
porque ni siquiera se acordaba. Ella le daba pena. Su inocente cabecita
infantil decía “Yo no lo haré nunca, no es de valientes”. Para cuando se hizo
mayor las palizas ya era normales. Para aquel mozo no tenían nada fuera de lo
corriente.
Recordaba como a sus jóvenes
años había conocido a una chica, la dulce Lucía ¡Qué alegría le daba su risa y
sus besos! Cuando su aliento se cruzó con el suyo supo que nunca se querría
separar de ella. Le daba igual lo que pasase, él siempre le amaría. Decidido,
una tarde de verano le pidió matrimonio, y se casaron, y tuvieron hijos…
Al poco tiempo empezó en la
fábrica. Su jefe era un auténtico idiota, por mucho que se esforzara no avanzaba
en la jerarquía, eso le frustraba y en casa se notaba. Un día, una palabra
inoportuna en la boca de Lucía produjo el primer golpe. Pepe hacía tiempo que
había dejado de ser aquel niño. Poco a poco los te quiero dejaron paso a las
malas palabras y las palizas. Siempre estaba cabreado, cualquier cosa le hacía
saltar, el mundo laboral le había convertido en un gruñón y en un amargado, y
no supo llevar ese peso.
Entonces meditando, Pepe se
dio cuenta que se podía haber ido, pasaba mucho tiempo trabajando, pero por qué
no lo hizo. La respuesta era sencilla, ella se la dijo mil y un veces “Se que
puedes cambiar, se que vas a cambiar”. Simplemente ella le amaba
incondicionalmente, ella no olvidaba al Pepe de su juventud. Lucía llevaba diez
años muerta. Pepe se dio cuenta, lo que le había matado no fue la enfermedad,
si no sus palizas. Su cuerpo se rindió por su culpa. Y su mente, su mente se
rindió por su maltrato, por sus palabras desconsideradas. Comprendió que la
vida de Lucía fue un tormento desde su primer golpe, que él le había quitado la
vida sin matarla. Ella siempre lo amó. Él y solo él pudo devolverle su sonrisa
y su vida y no quiso, por tonto y por falta de empatía. Pensaba: “imbécil tu
eres imbécil, es que no tienes otra palabra imbécil, te das cuenta de esto
ahora” una y otra vez. Entonces, quiso cambiarlo todo, quiso abrazarla y
decirle que iba a cambiar, que todo iba a ir bien, pero nada podía cambiar, la
vida ya se había acabado para los dos, Lloró, lloró como un niño, o más bien,
lloró como un hombre arrepentido.
Entre sollozos pensó, y
encima mi hijo va a seguir mis pasos, como yo los seguí de mi padre. Y tenía
razón, de eso también se dio cuenta aquel día. Su hijo ya había golpeado a su
mujer, había algo que salvar. La herencia de Lucía y de su mutuo amor, su hijo.
No iba a consentir que cometiera sus mismos errores.
Al entrar su hijo en la
habitación, le dijo con la sabiduría de aquel que no le queda nada por vivir:
-Hijo, en esta vida se pagan
rodas las cosas. Escúchame bien esto que te lo dice tu padre en las últimas. No
le vuelvas a levantar la mano a tu esposa. Es buena chica y sobretodo te
quiere, y aún si no lo fuera, ¡no tienes derecho a maltratarla! No cometas el
error que cometió tu padre. Mírame, más muerto que vivo. Recuérdalo, el amor
que no se demuestra no vale una mierda. Perdóname por lo de tu madre.”
Su hijo, que no era tonto,
se sorprendió por las palabras de su agónico padre. Esas palabras se le metían
en la cabeza. Noche tras noche las meditaba con la almohada. Entonces fue cuando
llegó a la conclusión de que debía ser justo, y no pagar sus problemas con
ella. En vez de ser un problema más para su mujer ser una ayuda.
A partir de entonces todo
cambió. Su hijo, y quizás su nieto, se salvaron de la indecorosa placa que
lleva el maltratador. Todo gracias a unas palabras a tiempo. Al poco, el
corazón de Pepe se paró.